viernes, 12 de octubre de 2007

La Casona


¿Mallarmé o Rimbaud? Vivir la vida de manera sedentaria, esculpiendo cada palabra que brote de su pluma, amparado en la libertad que da la tranquilidad mental y espacial. O bien como Rimbaud, viajar apenas saber que el mundo es redondo, abrir los sentidos a la vida y a las fuerzas de la naturaleza. ¿Mallarmé o Rimbaud? Fue lo primero que mamá, la que lo inicio en las letras, le pregunto cuando le dijo a sus padres que sería escritor. Papá sólo lo miro con la indiferencia con la que se mira a los locos, o a la gente que de alguna forma concebimos como anormal. Él pensó en los versos de Rimbaud, pero al final les dijo Mallarmé. Diez años después, mientras trabajaba en su gran novela, se dio cuenta que se llevo un poco de cada uno; vivir como Mallarmé y pensar como Rimbaud. Trabajar duramente en cada oración que componga y abrir su mente al mundo, al de la literatura y el lenguaje, dejarse penetrar por la vivida experiencia que es la lectura y la escritura. La llamada de su editor lo saco del sopor de sus pensamientos. ¿Y la gran novela chilena? le pregunto con entusiasmo. Aún me faltan los capítulos del campo. ¿Cuánto tiempo más? No más de tres meses. Esta bien, tres meses y nada más. Tras colgar el teléfono la vieja casona se le vino a la mente. Al pensar en ser devorado por esa gran ballena de madera, vieja y varada, dónde vivió momentos felices de su niñez lo invadió la soledad. Esa gran amiga con la que compartía el placer por la escritura. Para algunos el catalizador para crear es el amor, para él es la ausencia de vida a su alrededor. Sí, la vieja casona que le heredaron sus abuelos, y que estaba deshabitada hace años era el lugar perfecto para terminar la gran novela chilena.

El campo no es el que aparece en los mapas, no esta fuera de Santiago solamente, el verdadero campo-le decía su padre- lo comenzabas a sentir cuando podías oír las piedras del camino de tierra golpear la carrocería del auto. En ese trance metafísico que se produce cuando de la carretera pasas a las vías de ripio, cuando las barreras de contención se transforman en viejos álamos y matas de zarzamora. El campo es el mismo en todas partes- agregaba su madre- ya sea el sur donde Borges jugaba a ser el gaucho insufrible, o el sur de chile. O el sur de California, no hay nada como volver a la naturaleza terminaba sentenciando. Ahora que volvía a la casa del abuelo tras unos trece años de la última expedición familiar, las palabras de sus padres cobraban más sentido que nunca. El asfalto había mandado, literalmente al carajo, ese trance del que tanto hablaba papá. Pensó como en su niñez medía el tiempo que demoraba de la carretera a la casa del abuelo, a través de esos golpes que daban las piedras en el auto. Por eso ahora que el viejo camino había desaparecido, el tiempo se había esfumado con él. Tuvo la idea de que ahora todo es plano y veloz. Lo primero que vio antes de llegar a la vieja casona fue el pequeño bosque de olivos. Casi un kilómetro de ejemplares del árbol de la sabiduría, antecediendo a la casa. Fue el verano del setenta y tres cuando el abuelo plantó el primero-hay que desembrutecer el campo- dijo con voz holgada mientras cavaba.

Al empujar la puerta de roble, las imágenes, los recuerdos y las ilusiones fueron más veloces que el pesado olor a viejo, y el sabor de la soledad. Vio al abuelo, como si fuera de piedra, sentado en su mecedora frente al umbral de la puerta mordiendo su Winchester y disparándola -al mismo tiempo- con un dedo del pie. Por supuesto nunca lo vio de verdad. Pero cuando su madre se lo contó, su imaginación dibujo al viejo, ya hundido en la soledad, con la precisión de un orfebre. No durmió en un mes. Ahora que estaba parado precisamente ahí dónde ocurrió el suceso que terminó con las expediciones familiares al sur. Llegó a la conclusión de que no fue su imaginación la que le permitió ver a su abuelo quitándose la vida. Sino que a los quince años había roto las barreras del tiempo y el espacio, y por supuesto también las del sueño y la vigilia. Y que eso le permitió ver al abuelo, en el preciso instante en que cerraba los ojos, mientras con sus dientes apretaba el cañón formando ese gesto en su rostro, el gesto de los que muerden un limón o algo ácido, y que es el mismo gesto de los suicidas que fruncen el rostro con fuerza durante ese milisegundo que tarda la bala en salir del cañon y volarle los sesos. Ese milisegundo en que se arrepienten de lo que están haciendo, ese instante que es tan pequeño que no se puede echar pie atrás.

La casona era grande, en el primer piso estaba la sala de estar y el comedor, la cocina y un baño. En el segundo piso había cinco habitaciones más un baño. La noche en que llego decidió dormir en el auto. Al alba del día siguiente emprendió la titánica empresa de limpiar algunos lugares. Al medio día ya había desenterrado la sala de estar con chimenea y todo. Sobre esta última hizo un hallazgo importante; aún yacía sobre la pared la vieja Winchester. Después de limpiarla y pulirla un poco se alegro de haber encontrado ese maldito tesoro familiar, pero no era una alegría sana, parienta de la felicidad. Sino que era esa alegría irónica que deben experimentar los arqueólogos cada vez que encuentran un objeto importante, un objeto que es clave para entender porque se extinguieron algunas civilizaciones, un objeto poderoso que enterró a muchos hombres. También sobre la chimenea encontró unos dientes de jaguar que eran de la abuela. Los había sujetado con fuerza antes de morir, porque nunca dejo de tener fe en la sangre mapuche que fluía por sus venas. Conforme con haber rescatado la sala de estar del olvido, y tras haber instalado una cocinilla a gas, se lanzo a rescatar algo del segundo piso. Y esta vez se conformo con el baño y la habitación de los abuelos, la más grande por supuesto. Habitación en la que había un viejo closet hecho con el mismo roble de la puerta. Tras las limpieza escribió unas cuantas líneas del libro en el ordenador portátil, más por la costumbre de escribir todos los días que por un ataque de inspiración súbita. Luego decidió rematar el día, saliendo a pasear por el bosque de olivos y nuevamente la ilusión y los recuerdos se adelantaron a la realidad inmediata. Había olvidado completamente a Angélica, la niña que hizo más tolerable la soledad de ser hijo único. Angélica y los juegos en el bosque de olivos, Angélica y los días enteros jugando en ese microsistema de árboles, que la imaginación infantil transformaba en un laberinto o en una selva, según fuera su gusto. Ese pequeño espacio natural creado por la mano del hombre que se fue llenando aún más a medida que ellos también iban creciendo, era su espacio de libertad no absoluta sino que infinita. Porque en la niñez todo es infinito hasta que te toca la muerte, porque nunca piensas en la finitud de las cosas.

Esa segunda noche tuvo una pesadilla, soñó que jugaba con Angélica en el pequeño bosque y ella le contaba una historia que su madre le había narrado antes de marcharse para siempre. Ella siempre le decía que bajo el bosque había un cementerio mapuche, donde estos enterraban a los guerreros muertos en la lucha contra los españoles. Decidieron cavar un hoyo y lanzarse a la búsqueda de algún tesoro perdido que los hiciera famosos. El abuelo los pillo en pleno saqueo de tumbas y los reto con violencia, llegando a insultarlos. Después endulzo la voz y les ordeno que en compensación plantaran un olivo donde él les indicara, ellos aceptaron entre sollozos, cada uno tomo una pala, la que los superaba un poco en estatura, y con fuerza infantil, esa que es más voluntad que músculo, comenzaron a cavar. A medida que avanzaban el día se iba nublando y la tierra se volvía más dura. La desesperación se apoderó de él y enterró la pala con fuerza en el pequeño hoyo que habían hecho, del que salió un chorrito de sangre que hizo a Angélica lanzar un grito, un verdadero alarido, tan real que lo despertó. Ya había amanecido, se asomo por la ventana de la habitación para observar el alba, dando gracias al abuelo porque la ventana no daba al bosque, sino que al lado contrario. Mientras miraba el amanecer pensó en como su abuelo vio esa misma imagen todos los días de su vida, exactamente la misma, los mismos colores y texturas. Los mismo olores de la tierra y las plantas; definitivamente –se dijo- el tiempo es el invento del ser humano, que más lo destruye. Mientras desayunaba un café, recordó la pesadilla, se lanzó a escribir inmediatamente para tapar la realidad. Y olvidar el mal sueño. Escribió varios capítulos casi de corrido se fue desgajando en cada palabra que digitaba en el ordenador, se olvido de la hora y cuando levanto la vista de la pantalla ya era de noche. Decidió salir al bosque nuevamente, camino hasta la mitad de este y pensó en el sueño. Ya no era pesadilla, porque el correr del día lo había distanciado de cuanto había de horroroso en él. Se dio cuenta de que mucho de lo que había soñado era verdad. Un día Angélica le pidió que la ayudara a cavar un foso, pero no porque su madre le había contado una historia, esta había desaparecido el día anterior. Y Angélica lo había ido a buscar llorando y le había pedido que la ayudara cavar. El abuelo los sorprendió y los regaño, se llevo a Angélica entre sollozos desgarradores. Y se la entrego a su padre. Quien le prohibió que se juntara con el nieto del patrón. Y para que la medida fuera más efectiva la mando a vivir más al sur con unas tías. Nunca más la vio.

Esa noche se fue a la cama con una gran pena, decidió escribir en la cama, pero como no había enchufe en la pieza de los abuelos, lo hizo a mano. Hace siglos que no lo hacía con lápiz y papel, encendió la lámpara a gas que estaba en el velador, al lado de la cama y se puso a escribir con un viejo bolígrafo que encontró en la casa- y que milagrosamente aún funcionaba. Garrapateo unas cuantas líneas hasta que el sueño hizo que sus ojos se volvieran pesados, antes de dormir deseo soñar con su libro, deseo que su obra reemplazara a los recuerdos que lo habían estado persiguiendo desde que llego. Se durmió boca arriba A mitad de la noche se despertó. Un susurro, una voz de mujer se apodero de sus oídos y no lo dejaba conciliar el sueño, cuando tomo consciencia que ese era el motivo por el que no podía dormir comenzó a sudar frío. Lanzo un grito informe, pero estaba sólo, el susurro continuaba. Se levanto a tientas en la oscuridad, y comenzó a caminar como un ciego en dirección a la fuente del sonido. Con los brazos por delante iba diluyendo el espesor de la oscuridad y todo se volvía levemente, minimamente visible. El susurro, la voz de mujer, ya no le cabía duda venia de cerca. Cerro los ojos como queriendo tapar la oscuridad y camino solo guiándose por el sonido. Llego a las puertas del closet, lo reconoció por las agarraderas y se puteo a sí mismo por no tener una linterna. Abrio lentamente las puertas del closet, sudaba frió a mares, pero siguió adelante. Metió un pie y después el otro, tendió los brazos hacía adelante y cuando espero encontrarse con el fondo del viejo closet de roble, se encontró con el vacío. Dio un par de pasos más y se tropezó con algo, cayó encima de algo, palpo desesperadamente; era una cama, más bien el esqueleto de una cama. El susurro se transformo en un breve grito.

Despertó boca abajo en su cama, todo sudado, pero con el gigantesco alivio que regala la conciencia del sueño, de que nada era de verdad. De que lo único real era el sudor. Decidió abandonar la casa, cuando recordó que el abuelo se mato porque ya no podía dormir. Comenzó a empacar rápidamente. Hasta que volvió a escuchar el susurro de mujer. Se acerco al closet, se dio cuenta que ya no tenía salida, porque el susurro venía de su cabeza. Se resigno a su destino. Al bajar la escalera en dirección a la chimenea se resbalo y cayo pesadamente, escucho el crujir de una de sus piernas. Pero todas formas junto fuerzas y se arrastro hacía la chimenea.